jueves, 31 de enero de 2013
lunes, 28 de enero de 2013
Materiales ILUSTRAZO número 2
Materiales para la publicación del número 2 de la revista ILUSTRAZO
El tiempo congelado
Llegamos al restaurante con una invitación para dibujar en
vivo. Éramos una suerte de gitanos, venidos de paso vaya a saber de qué lugar
del país o del mundo, intentando conseguir recursos para paliar los gastos.
Entramos, miramos. La gente comía, charlaba, mientras desde el fondo un
baterista y un guitarrista sonaban compactos, no así quién cantaba. En algunos
momentos aquella voz se transformaba en gritos desgarradores, llegue a pensar incluso
que aquel hombre sufría de una enfermedad terminal. Concluí así que la gente no
escucha en estos lugares. Estábamos ahí, en la puerta, como cuervos observando
las presas, pero éstas no acusaban recibo. - ¡Mozo! – Gritó uno desde
nuestro costado – pizzas y cervezas bailaban al compás de los pedidos.
Ya sentado, miraba las caras de todos los comensales, sus
poses; escuchaba las charlas de los vecinos de mesa. El aullar del cantante estremecía
el aire. Dos hombres y una mujer comían ajenos a todo, tranquilos, fue entonces
que decidí llevar a aquel sujeto de lentes de acero, bigote tupido y arrugas
marcadas, a la mancha del dibujo en mi papel. Lápiz mediante, el boceto comenzó
a encontrar las formas, los contrastes, hasta que lo finalicé.
-
Perdón
– le dije – acabo de terminar un retrato
suyo y se lo voy a regalar.
-
Si,
gracias… (tono indiferente, como si el resto de muzzarella del plato fuera
lo mismo que aquel pedazo de papel) no se
hubiera molestado – su mirada se inclinaba hacia la hoja. El tiempo se
detenía. Sus ojos se humedecieron mientras miraba el rectángulo blanco.
-
Acaba de
retratar a mi padre…. Esto que tengo aquí en mis manos es la foto de él, la que
está en el comedor de mi casa. Estoy muy conmovido con esto… (el otro
hombre y la mujer miraban aquello asintiendo con la cabeza). Pasó un segundo,
supongo que horas en el pensamiento de aquel hombre, para que en una mezcla de
nerviosismo y agradecimiento me dijera:
-
¿Qué
quiere tomar? ¿Un café, una cerveza, una Coca?...

-
No se
preocupe amigo, es un regalo, disfrútelo. La verdad, ya me estoy yendo de aquí
porque me esperan a cenar.
Intentaba, con ese argumento simplón, escapar rápidamente de
la situación, encontrar la puerta más cercana, tomar un trago de aire Antes de salir miré por última vez la escena y
allí estaban todos. Eran cuatro desconocidos, más un fantasma que se sumó a la mesa
invitado por mí. Fue un instante en que el tiempo se congeló, que logró acallar
a un cantante que gritaba dolorido. Afuera, en la calle, me esperaba el viento
frio del invierno.
Gustavo López (Gust)
jueves, 10 de enero de 2013
Francisco "Paco" Espínola
Escritor, periodista, docente, Don Paco Espínola. Fragmento de "Qué lástima":
Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
Paco Espínola
sábado, 5 de enero de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)